domingo, 19 de febrero de 2012

Crónica a Pucha Caltapila.

Por: Alberto González Rivero.
_Hasta cuándo vas a estar de descanso_ le preguntaban los bromista a Caltapila.
_ ¡Los que tienen que ir a trabajar son ustedes, vagos!_ solía defenderse con firmeza.
Caminaba con bastante dificultad, al parecer por las molestias que le causaban los juanetes y se calzaba un número de zapatos y un humor del demonio.
Caltapila, hermano de la no menos extravagante Pucha, se sentaba en una esquina, justo a un costado de la antigua joyería, ubicada en la céntrica calle Carmen Ribalta, y era normal verlo refunfuñando, tomándose un tiempo para que se le aliviara el dolor en las piernas.
_ Atrevidos, decirme que yo vaya a trabajar_ balbuceaba por la ofensa de la chusma que lo atacaba.
Nadie, que yo sepa, tuvo acceso a su expediente laboral, o al menos algún curioso se dio a la tarea de desclasificar la cuestionada hoja de servicios.
Los que le buscaban la lengua al desempleado, se mofaban cariñosamente del que ellos consideraban había sido el inventor del día feriado.
_ ¡Caltapila, a Pucha le buscaron una pincha en la fábrica de zapatos!… Tú en qué estas pensando.
Pucha sí no cogía tragedia ninguna_ parecía una reina africana_, andaba descalza por las inmediaciones del Parque La Libertad y masticaba el cabo de tabaco, terciándolo de un lado a otro de la boca, como si estuviera comiendo croquetas en el Merendero La Terminal.
Desde luego, Pucha era la diva y este diferendo sindical con su hermano le permitía coger un diez, quitarse un poco de fama de arriba.
_ ¡Caltapila, levántate de ahí, te están esperando para que marques la tarjeta en el corte de caña en Armonía!_ le dijo uno que pasaba en bicicleta por una de las calles más concurridas de Sagua.
Sonreír no era uno de sus atributos, menos aún cuando casi siempre estaba preparado para arremeter contra aquellos que le proponían un nuevo contrato de trabajo.
Pucha se divertía a su manera, con aquel vestido traído de alguna tribu de sus ancestros .Miraba hacia los lados, para ver a quién le picaba veinte centavos para tomarse un café. Y se veía con aquellas tetas caídas y oscilantes y con los pies desnudos que pudieron servir para lijar contenes.
Ella estaba ya cansada de que le dieran quejas de que Caltapila no quería doblar la espalda, seguía echando bocanadas de humo para cambiar la misma cantaleta, porque no le bastaba con la publicidad que ella se quitaba para que él cogiera la papa suave de discutir sobre asuntos laborales.

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