Por: Hamilet Rozada
Los historiadores a veces cometen omisiones – justificadas o no – en algunos casos imperdonables. Respecto a la música, hay nombres que no debían faltar por su importancia en determinado momento; sin embargo, son desconocidos por la mayoría de las personas. Pero siempre hay quienes se interesan por rescatar esos tristes olvidos, e investigan hasta encontrar datos que saquen a la luz la trayectoria profesional de quienes merecen estar en la galería artística de la historia. Tal es el caso de Arturo Valdés Costa, brillante violinista, compositor y pedagogo cubano, a quien dedicaré mi comentario de hoy.
Valdés Costa nació en la ciudad cubana de Sagua la Grande, el 11 de octubre de 1895, y perteneció a una familia de músicos, pues su abuelo, el catalán Oriol Costa Sureda, fue precursor del primer centro musical del lugar. El padre, don Alfredo, era flautista aficionado, y la madre, doña Carmen, pianista. Pero fueron sus tíos (Nené y Ventura) quienes se encargaron de desarrollar el talento natural del niño quien, más tarde, estudiaría en el prestigioso Conservatorio de Música y Declamación Peyrellade de La Habana, en cuyos exámenes siempre obtenía excelentes calificaciones, lo que le permitió comenzar a ofrecer recitales. A los 21 años, Arturo ingresó como uno de los primeros violines de la orquesta del Teatro Nacional, donde conoció el repertorio lírico interpretado por la compañía de Ópera Italiana de Brocole que actuaba allí.
Reconocido como un virtuoso del violín desde muy joven, por la excelencia que demostraba a través de sus interpretaciones, muy pronto lo sería también como gran compositor, entre cuyas primeras partituras se encuentran: “Vals serenata”; “Dúos para violín solo”; el capricho cubano “Mi risa”; “Preludio” para violín solo; “Andante religioso”; y el vals “Brisas isabelinas”, dedicado a su ciudad natal. También, desde muy joven, se desempeñó como profesor, y hasta llegó a escribir el método de estudio “Ejercicios de dificultades para el violín”, que fue editado para ser utilizado en la enseñanza del instrumento.
Luego de graduarse con Medalla de Oro como violinista, en el Conservatorio Peyrellade, y teniendo en cuenta no sólo el talento de Valdés Costa, sino su interés por la superación técnica e interpretativa, el Ayuntamiento y la Sociedad Liceo de Sagua la Grande le ayudaron, económicamente, a emprender un viaje a Nueva York, ciudad a la que arribó contando 23 años. Allí tuvo como maestros al compositor italiano Eduardo Trucco, y a los violinistas Charle Hasselbring y Frank Kuisel.
Por esos años, Valdés Costa compuso, entre otras obras: “Sonata para piano”; “Elegía de la ausencia” (romanza con texto del poeta matancero Bonifacio Byrne); “Preludio sinfónico” (dedicado a su maestro Eduardo Peyrellade); algunas “Fugas” y varios “Caprichos Cubanos”, para violín y piano. Paralelamente ofreció su arte interpretativo en los principales escenarios neoyorquinos, y en 1923 estableció una academia de música en su residencia de New Rochelle.
Luego de diez años de ausencia, Arturo Valdés Costa visitó Cuba en enero de 1928, acompañado de su esposa, la norteamericana de origen irlandés Mary Ann Hurley, y ofreció un memorable concierto en el Teatro Principal de Sagua la Grande, el 12 de febrero a beneficio del Dispensario de Niños Pobres de esa ciudad. Días después regresó a Nueva York donde murió el 16 de marzo, a la edad de 32 años, víctima de una neumonía, luego de haber compuesto una “Marcha fúnebre”
Aunque su vida fue breve, dejó escritas partituras entre las que se destacan: “Trabajo sinfónico” (con dedicatoria a su esposa); “Recuerdos del Undoso” (dedicada a su ciudad natal) y la antes mencionada “Marcha fúnebre”. Pero la más importante de todas (y preferida por el autor) es: “Suite cubana”.
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