jueves, 12 de abril de 2012

UNA ROSA DE FRANCIA. Crónica de un sagüero.

Por: Alberto González Rivero.
El aroma de la célebre creación se esparce por las calles de esta ciudad donde nació Rodrigo Prats Llorens. Son esas mismas fragancias que se oyen en el mundo, esas que perfuman un conservatorio en La Habana o en París, esas que tienen en un permanente estado de encantamiento al autor de Biografía de un Cimarrón y Gallego. En una columna, de esas que son tan eclécticas en sus miradas interiores, se comentaba el suceso sin que advirtiera la probable expansión de sus olores.

A Sagua le compuso con veneración, a su “tierra de ensueño, jardín en flor”. Cómo no lo iba a hacer el niño Rodrigo que desde que era muy pequeño ya tocaba un piano de juguete, una premonición de ambiente familiar entre acordes y estudio del pentagrama. Jaime, el padre, le veía los ojos cuando él tocaba el violín a su lado.
Cuando las hojas timbradas caían cada vez más rítmicas sobre el piano, era asombroso ver que el niño de solo 9 años ya creaba sus propias composiciones.
Para Jaime, el maestro, era la primavera familiar, una estación poética que estremecía el inmueble
El suceso lo voceó un negrito con el pelo ensortijado, empujando la carretilla con su habitual pregón “el florero, ya llegó el florero”. Una fragancia inusual recorría las calles. Atravesando por las columnas culturales y el chismorreo pueblerino, Joseíto se sentía contenido por un olor agradable y sobrecogedor a la vez.
Rodrigo Prats Llorens tenía solo 15 años cuando creó esa canción que se sigue escuchando en el mundo, esa letra que sí ha logrado penetrar en el sentimiento de melómanos o simples admiradores, en las voces de intérpretes como Compay Segundo, Barbarito Diez, Bola de Nieve y otros que la han incorporado a su repertorio y le han conservado su frescura.
La familia del músico, al decidir radicarse en la capital cubana, transfiere la deducción de Jaime que, como buen compositor e instrumentista, sabía que las notas musicales de Rodrigo poseían una visión peculiar. Muy pronto la Rosa de Francia se diseminaba con éxito en los corrillos culturales de La Habana.
Por esa catedral de los escenarios artísticos se movió el sagüero, y, a la batuta de su padre, demostró cualidades como instrumentista en la Cuban Jazz Band,(a Jaime se le considera uno de los pioneros de este formato en el país), especie de sortilegio que lo llevó a convertirse más tarde en Director de la Orquesta Cubana de Radio y Televisión.
Mientras la Rosa de Francia penetraba en el ambiente musical de la urbe, Rodrigo seguía vertiendo su talento en La Filarmónica de La Habana y en La Sinfónica de Cuba, en ese entonces dirigida por Gonzalo Roig.
Yo también me fui detrás del compositor, encantado con las zarzuelas que le dieron renombre en el Teatro Musical Cubano., iba detrás de la melodía de Amalia Batista o de María Belén, tan seductora paseándose por las calles habaneras.
Iba por la ruta de El Vedado, pero notaba que algún santo Orticiano me acompañaba para llegar a un edificio de tres plantas donde vivió Prats, aunque de repente se me abalanzaron los pregones de El Churrero, El Heladero o El Tamalero.
La viuda del músico me invitó a subir. Entonces vi una foto del maestro colgada en la sala de la casa. Muchas veces me habló sobre la añoranza de Rodrigo por el lugar donde escribió las notas de Una rosa de Francia.
El aroma que rodeaba el lugar era supuestamente frugal, aunque me llamó la atención el tamaño de una Santa Bárbara, recostada en la sala del inmueble.
Sin embargo, nada me impresionó más que un sencillo desván, colocado en un sitio inadvertido de la habitación, en el que se guardaban las partituras originales y otros documentos, algunos de ellos donados por la familia al patrimonio del Museo de la Música Rodrigo Prats de La Villa.
Todavía, al oír los acordes de un piano de juguete, se me antoja que el pregonero vuelve a interpretar al autor del madrigal, mientras se seguirá regando la fragancia de la canción que le dedicó a su paisaje natal.

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