Como Atenas tuvo su Pireo, Sagua la Máxima tiene su Isabela, que es su puerto todo el año, su balneario en la canícula.
He aquí un caserío flotante , de
doscientas casas y dos mil almas apenas. Al centro mismo del villorrio,
como en Sagua, hay un parque; y en él y junto a él, la iglesita y el
círculo local.. Siempre está conjunción clásica, racial, del misticismo y
el ánimo de esparcimiento.
Pero aún quedan, en las márgenes de esa
zona civilizada, flecos de pintoresca marinidad. Carrilera arriba, se
llega pronto a la costa calcinada, áspera y monda. Algunas palmeras
flacas crecen en haces de troncos finos y retorcidos, como las de los
árabes y bereberes. El declive hacia el mar esta solado de menú conchas y
caracoles blancos. Unos cangrejillos minúsculos y pardos, con su
tenacita plegada o ridículamente agresiva, inician torpe fuga
despavorida al crujir de nuestros pasos sobre la arena. Férreos despojos
de la brega costeña, jarcias resecas, esqueletos de botes erizan la
ribera aquí y allá. Tres un recodo, hacia el puerto, asómanse las
casuchas de madera, construidas sobre un espeso enrejado de gordos
puntones, verdosos y encostrados, entre los cuales chapotea el agua de
los bajíos. Una singular sensación de juguetona audacia suscitan esas
estructuras a flor de agua. Sin demasiado esfuerzo imaginativo, se
piensa en las descripciones del Nipón lejano, con sus arrozales, sus
bambúes, y sus tabiques de papel. Loti, Lafcadio Hearn, Carrillo,
reviven íntimamente en el recuerdo.
Estas casas sobre la haz del mar se
enlazan unas con otras por medio de temblones puentecillos, dos, tres
tablas apenas. Bajo de ellos, como en Venecia, el agua está interesante y
maravillosamente sucia, como para inspirar literatura… Botes ruinosos
se balancean calladamente. Movedizos ramajes submarinos, entre los
cuales pululan (darwinísticamente imprecisas) las jaibas, prestan al
fondo una actividad misteriosa. Al remate de los colgadizos, los chicos
completamente desnudos se bañan con estrépito, dánse panzazos heroicos,
evocan a Sorolla; pero el sol aquí es más blanco y reverbera a lo lejos,
entre las goletas, como en un hervor de platino.
Estas otras son las viviendas estivales de
las gentes acomodadas, que medran en la Isabela todo el año o bien
vienen del interior al despuntar la canícula. Un olorcillo a brea y
marisco las envuelve con el aire salutífero. En la distancia radiosa se
perfilan las siluetas de los cayos, adonde estas gentes felices van,
domingueramente, a hartarse de alegría ingenua, de ostiones y de agua
salada.
Imágenes tomadas por el fotógrafo de Sagua la Grande Marcelo Aday
Crónica de Jorge Mañach
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