Como Atenas tuvo su Pireo, Sagua la Máxima tiene su Isabela, que es su puerto todo el año, su balneario en la canícula.
He aquí un caserío flotante , de doscientas casas y dos mil almas apenas. Al centro mismo del villorrio, como en Sagua, hay un parque; y en él y junto a él, la iglesita y el círculo local.. Siempre está conjunción clásica, racial, del misticismo y el ánimo de esparcimiento.
La iglesita es de madera, pintada de un ocre estridente, con puerta y caperuza rojas. El parque lo construyeron los vecinos en cívica cooperación, agenciando cada cual materiales o trabajo, en la medida de sus posibles. Tiene un conato de glorieta (para una banda futura en el siglo veintidós); bancos y faroles; una palma enana que prendió, y otra que el aire enyodado del golfo hubo de malograr. Frente a la iglesia, el vibrante escarlata de un flamboyán florido.
El círculo es una casona de madera, con su frontoncito rotulado y su colgadizo. Tres farolillos adosados a la fachada, más los sillones ostensibles, caracterizan el pequeño liceo. Las demás casas en redor de la plaza sin típicas viviendas veraniegas, sencillas, suficientes, con los cuatro costados abiertos al sol y al mar.
Esta parte de la villa, por junto a la cual cruza la carrilera, o calle principal, con sus comercios, sus fonduchos, sus cabarets al uso incauto de la marinería exótica y sus “Drug Store” muy mixtos, donde “English” Dios sabe cómo “is spoken”; esta parte es aún tierra firme.
Diríamos mejor es ya tierra firme, gracias a la onerosa benevolencia del relleno y el dragado. Antaño no lo era tanto. Caso todo el caserío yacía sobre gruesas estacas enclavadas bajo el agua, de suerte que Isabela justificaba mejor su aspiración a ser “La Venecia cubana”. Hoy, el progreso ha echado a perder algo esto; le ha robado parte de su añejo y húmedo encanto, ha urbanizado, ha fomentado. Comercialmente, el lugar acaso vale más, estéticamente ya no vale lo mismo.
Pero aún quedan, en las márgenes de esa zona civilizada, flecos de pintoresca marinidad. Carrilera arriba, se llega pronto a la costa calcinada, áspera y monda. Algunas palmeras flacas crecen en haces de troncos finos y retorcidos, como las de los árabes y bereberes. El declive hacia el mar esta solado de menú conchas y caracoles blancos. Unos cangrejillos minúsculos y pardos, con su tenacita plegada o ridículamente agresiva, inician torpe fuga despavorida al crujir de nuestros pasos sobre la arena. Férreos despojos de la brega costeña, jarcias resecas, esqueletos de botes erizan la ribera aquí y allá. Tres un recodo, hacia el puerto, asómanse las casuchas de madera, construidas sobre un espeso enrejado de gordos puntones, verdosos y encostrados, entre los cuales chapotea el agua de los bajíos. Una singular sensación de juguetona audacia suscitan esas estructuras a flor de agua. Sin demasiado esfuerzo imaginativo, se piensa en las descripciones del Nipón lejano, con sus arrozales, sus bambúes, y sus tabiques de papel. Loti, Lafcadio Hearn, Carrillo, reviven íntimamente en el recuerdo.
Estas casas sobre la haz del mar se enlazan unas con otras por medio de temblones puentecillos, dos, tres tablas apenas. Bajo de ellos, como en Venecia, el agua está interesante y maravillosamente sucia, como para inspirar literatura… Botes ruinosos se balancean calladamente. Movedizos ramajes submarinos, entre los cuales pululan (darwinísticamente imprecisas) las jaibas, prestan al fondo una actividad misteriosa. Al remate de los colgadizos, los chicos completamente desnudos se bañan con estrépito, dánse panzazos heroicos, evocan a Sorolla; pero el sol aquí es más blanco y reverbera a lo lejos, entre las goletas, como en un hervor de platino.
Estas otras son las viviendas estivales de las gentes acomodadas, que medran en la Isabela todo el año o bien vienen del interior al despuntar la canícula. Un olorcillo a brea y marisco las envuelve con el aire salutífero. En la distancia radiosa se perfilan las siluetas de los cayos, adonde estas gentes felices van, domingueramente, a hartarse de alegría ingenua, de ostiones y de agua salada.
Pero no toda la población goza de esos privilegios. Aquí, ¡aquí también, santo Dios! Frente a la gran naturaleza, se agita solapadamente un proletariado sórdido y triste. Más allá, las viviendas se truecan en viles chozas negras y gachas al ras del fétido fanguero. Un olor salobre y nauseabundo de heterogénea inmundicia, cunde por sobre la marisma velada de mosquitos. Es el barrio pobre, de pescadores y trabajadores casuales…
… El gran mar todo lo depura, haciendo las veces de Jefe Local de Sanidad.
Isabela de Sagua, Julio 1923.
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