Achaó era nuestro Chano Pozo. Desde que salía del barrio La Gloria, con los tambores a sus espaldas, empezaba a sentirse dentro de él el repiqueteo de la conga, y el negro se ponía a percutir sobresaltado
Cuando sonaba los cueros, la gente bailaba de lo lindo, emocionada con la actuación espontánea del tocador callejero.
Achaó, que era su nombre popular, integró diferentes grupos musicales sagüeros, era un profesional evaluado, pero tan entusiasta que no se perdía ninguna fiesta, y se le veía encabezando la conga, haciendo restallar con las manos la superficie de los tambores.
La Gloria era el escenario ideal y alegre del hijo de Bulla, rumbeaba y se producía como un estremecimiento de caderas generalizado con el toque mágico de él y sus Orishas elevados. Dicen que cuando se acostaba ponía los tambores a ambos lados de la cama, como si fueran ramas atadas a sus brazos, y florecían sudadas contorsiones en sepia y otros colores sobrecogidos por el ritmo.
Villa Alegre y Pueblo Nuevo, otros panteones rumberos de Sagua la Grande, eran motivos de sus fantasías musicales y humanas, retorciéndose al compás de la diáspora desenfrenada, arrastrando a aquellas pieles negras y blancas en sortilegio de sensualidad.
El tocador callejero tenía ese ángel seductor propio de los menos célebres, que se elevan entre la algazara de las elites, aunque su mejor ofrenda al olvido publicitario era provocar el desconcierto de los cuerpos exaltados por la lascivia timbalera.
Achaó también se amarraba los tambores para participar de un bembé en el antiguo Cunalumbo, en Coco Solo o en otra barriada sagüera; parecía un integrante de Los Papines cuando se acordaba de aquella mujer blanca que conquistó en una fiesta de santos.
Nunca más la vio y no pensaba que algún orisha le había quitado a aquella hija de Yemayá; Bulla le pasaba el tambor por todo el cuerpo cuando lo veía tan fuera de sí en el recuerdo.
Lo vi en una silla de ruedas en el hospital y no me lo imaginaba así, sin que sus manos se exasperaran ante aquel deleite de bailadores.
Al oírse la percusión familiar, era como si ese rumbero por excelencia se atara los instrumentos a su cuerpo.
Si Unión Reyes lloró la muerte de Malanga, Sagua la Grande también sintió el último toque de Achaó.
Y fue como escuchar un estallido de tambores, como si se dispersara en el aire el aché del tocador callejero.
Cuando sonaba los cueros, la gente bailaba de lo lindo, emocionada con la actuación espontánea del tocador callejero.
Achaó, que era su nombre popular, integró diferentes grupos musicales sagüeros, era un profesional evaluado, pero tan entusiasta que no se perdía ninguna fiesta, y se le veía encabezando la conga, haciendo restallar con las manos la superficie de los tambores.
La Gloria era el escenario ideal y alegre del hijo de Bulla, rumbeaba y se producía como un estremecimiento de caderas generalizado con el toque mágico de él y sus Orishas elevados. Dicen que cuando se acostaba ponía los tambores a ambos lados de la cama, como si fueran ramas atadas a sus brazos, y florecían sudadas contorsiones en sepia y otros colores sobrecogidos por el ritmo.
Villa Alegre y Pueblo Nuevo, otros panteones rumberos de Sagua la Grande, eran motivos de sus fantasías musicales y humanas, retorciéndose al compás de la diáspora desenfrenada, arrastrando a aquellas pieles negras y blancas en sortilegio de sensualidad.
El tocador callejero tenía ese ángel seductor propio de los menos célebres, que se elevan entre la algazara de las elites, aunque su mejor ofrenda al olvido publicitario era provocar el desconcierto de los cuerpos exaltados por la lascivia timbalera.
Achaó también se amarraba los tambores para participar de un bembé en el antiguo Cunalumbo, en Coco Solo o en otra barriada sagüera; parecía un integrante de Los Papines cuando se acordaba de aquella mujer blanca que conquistó en una fiesta de santos.
Nunca más la vio y no pensaba que algún orisha le había quitado a aquella hija de Yemayá; Bulla le pasaba el tambor por todo el cuerpo cuando lo veía tan fuera de sí en el recuerdo.
Lo vi en una silla de ruedas en el hospital y no me lo imaginaba así, sin que sus manos se exasperaran ante aquel deleite de bailadores.
Al oírse la percusión familiar, era como si ese rumbero por excelencia se atara los instrumentos a su cuerpo.
Si Unión Reyes lloró la muerte de Malanga, Sagua la Grande también sintió el último toque de Achaó.
Y fue como escuchar un estallido de tambores, como si se dispersara en el aire el aché del tocador callejero.
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