jueves, 6 de diciembre de 2012

La aldea a flor de agua tras el lente

Como Atenas tuvo su Pireo, Sagua la Máxima tiene su Isabela, que es su puerto todo el año, su balneario en la canícula.

 He aquí un caserío flotante , de doscientas casas y dos mil almas apenas. Al centro mismo del villorrio, como en Sagua, hay un parque; y en él y junto a él, la iglesita y el círculo local.. Siempre está conjunción clásica, racial, del misticismo y el ánimo de esparcimiento.
 Pero aún quedan, en las márgenes de esa zona civilizada, flecos de pintoresca marinidad. Carrilera arriba, se llega pronto a la  costa calcinada, áspera y monda. Algunas palmeras flacas crecen en haces de troncos finos y retorcidos, como las de los árabes y bereberes. El declive hacia el mar esta solado de menú conchas y caracoles blancos. Unos cangrejillos minúsculos y pardos, con su tenacita plegada o ridículamente agresiva, inician torpe fuga despavorida al crujir de nuestros pasos sobre la arena. Férreos despojos de la brega costeña, jarcias resecas, esqueletos de botes erizan la ribera aquí y allá. Tres un recodo, hacia el puerto, asómanse las casuchas de madera, construidas sobre un espeso enrejado de gordos puntones, verdosos y encostrados, entre los cuales chapotea el agua de los bajíos. Una singular  sensación de juguetona audacia suscitan esas estructuras a flor de agua. Sin demasiado esfuerzo imaginativo, se piensa en las descripciones del Nipón lejano, con sus arrozales, sus bambúes, y sus tabiques de papel. Loti, Lafcadio Hearn, Carrillo, reviven íntimamente en el recuerdo.
 Estas casas sobre la haz del mar se enlazan unas con otras por medio de temblones puentecillos, dos, tres tablas apenas. Bajo de ellos, como en Venecia, el agua está interesante y maravillosamente sucia, como para inspirar literatura… Botes ruinosos se balancean calladamente. Movedizos ramajes submarinos, entre los cuales pululan (darwinísticamente imprecisas) las jaibas, prestan al fondo una actividad misteriosa. Al remate de los colgadizos, los chicos completamente desnudos se bañan con estrépito, dánse panzazos heroicos, evocan a Sorolla; pero el sol aquí es más blanco y reverbera a lo lejos, entre las goletas, como en un hervor de platino.
 Estas otras son las viviendas estivales de las gentes acomodadas, que medran en la Isabela todo el año o bien vienen del interior  al despuntar la canícula.  Un olorcillo a brea y marisco las envuelve con el aire salutífero. En la distancia radiosa se perfilan las siluetas de los cayos, adonde estas gentes felices van, domingueramente, a hartarse de alegría ingenua, de ostiones y de agua salada.

Imágenes tomadas por el fotógrafo de Sagua la Grande Marcelo Aday
Crónica de Jorge Mañach

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