jueves, 11 de diciembre de 2008

El ajiaco sagüero, primera parte. (Colonización)

Por: Lic. Raúl Villavicencio Finalé
Cuando Carlos Marx aseveró que la multiplicidad de nexos que intervienen en la conformación de lo concreto no era más que la expresión a través de la cual se manifestaba la unidad de lo diverso, nos daba la clave para comprender, desde su fundación hace hoy 196 años, el devenir histórico de la compleja composición genética del pueblo sagüero, aunque para ser verdaderamente justos nos vemos obligados a reconocer también, en un momento de júbilo como el de hoy a la etnia aborigen, la cual aun siendo sustrato, fue por mucho tiempo olvidada en nuestros pueblos de América, para dar la apariencia como que todo comenzó a partir de la llegada de los conquistadores y colonizadores europeos, situación que se revierte actualmente con los procesos revolucionarios que ocurren en nuestro continente y que ubican en su real dimensión a los pobladores autóctonos de esta querida y añorada parte del mundo.
Es cierto que aquel 8 de diciembre de 1812, entre los fundadores del humilde poblado que era Sagua entonces no había aborígenes, pues estos habían desaparecido del lugar mucho antes de que los colonizadores españoles se asentaran en estas feraces tierras para cortar madera en nombre de los reyes de España, pero cierto es también que cuando el padre Fray Bartolomé de las Casas bautiza este río en 1513 al pasar navegando por su desembocadura, lo hace empleando un vocablo de la lengua aborigen que él castellanizó como Sagua cuando en realidad, ante la interrogante que hace a los autóctonos que lo acompañan en su viaje por el norte de Cuba sobre tal desembocadura, estos les respondieron Cagua, que según la lengua de los aruacos, para ellos no significaba ningún nombre en específico sino el lugar de donde consideraban que brotaba el agua de la manera más espontánea y natural.
Pero también fue cierto, como lo han demostrado los últimos descubrimientos arqueológicos llevados a cabo hace apenas unas semanas, que la atractiva y abigarrada boscosidad de Isla Verde fue escogida mucho antes por nuestros aborígenes para establecer su rudimentario modo de vida. La superposición de los restos materiales de la cultura española sobre los restos materiales de la cultura aborigen nos demuestra como de manera circunstancial lo diverso establece el nexo necesario en el devenir humano. No podemos por lo tanto celebrar la fundación de Sagua como sociedad concreta partiendo solamente de lo español porque aunque no podamos demostrar que por la sangre de algún sagüero de hoy circula también la de los ancestros aborígenes, nos queda como legado histórico su imborrable toponimia que pronunciamos cada día, generación tras generación, estableciendo el nexo con el pasado más remoto de la región. Y así forman parte de nuestras vidas nombres tales como Caguagua, Jumagua, Caonao, Maguaraya, y con mayor significación el propio nombre de la ciudad que acoge nuestras vidas, pero con la ese sustituida por los españoles, como para destacar aun más la imbricación con los llegados del otro lado de los mares. También está ese legado en el nombre de las frutas que comemos y que tanto nos gustan, porque las seguimos llamando igual y pongo como ejemplos la guayaba, el aguacate, la guanábana, etc, también en los árboles que nos dan sombra y embellecen nuestros parques, como la ceiba, la útil güira que sirvió de vasijas tanto a aborígenes como a mambises y a mucha gente pobre durante la pseudorrepública, el guayacán, el caguairán, dos especies de las cuales, una guásima y dos algarrobos fueron sembrados hoy con un gran sentido simbólico.
El primer asentamiento de lo que es hoy Sagua la Grande fue en el sitio del río que se le llamó Isla Verde.

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